Ella sólo deseaba ver sus lirios florecer. Alrededor, jardines suntuosos, llenos de rojos, verdes, amarillos, violetas, naranjas y demás colores, se pavoneaban sobre la pequeña porción de tierra de casi un metro cuadrado que ella protegía una vez por semana, pues sus obligaciones cotidianas la adsorbían al punto que sólo podía lamentarse por el pisoteo alegre de algunos chicos que jugaban a la pelota por el lugar.
Había en el pequeño jardín un tronco seco, algo así como un testigo mudo pero implacable de la realidad a la que se debían someter aquellos lirios. Ella, sin embargo, guardaba la esperanza de levantarse una mañana y ser saludada por una hermosa flor cultivada por sus manos.
Por aquellos días cayó una tormenta que duró setenta y dos horas, luego saltaron los muchachos a jugar, para desperezarse de esos tres días de aislamiento. Ella sólo podía oír desde dentro de su casa algo así como un gemido imaginario, a sus lirios llorando, pero soportando heroicamente aquella tortura. Cuando el jolgorio terminó, ella salió lentamente hasta su jardincito. El cielo volvió a oscurecerse y un par de pringas la rozaron, entonces vio en el lodo un hermoso lirio dorado. Una lágrima rodó por su pómulo, pero sonreía, porque al despedirse, su jardín le había regalado una flor.
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